Extracto del libro ‘Las cosechas del futuro’ de Marie-Monique Robin
El orden alimentario de las multinacionales
“¿Qué tipo de civilización es esta que no ha encontrado nada mejor que el juego (la anticipación especulativa) para fijar el precio del pan de los seres humanos y de su bol de arroz?”, se pregunta Philippe Chalmin en su libro Le Monde a faim. Sin embargo, no se puede sospechar que este especialista en el mercado de las materias primas, que pidió el voto para Nicolas Sarkozy en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 2012, sea un altermundialista primario. Su pregunta es reveladora de la inquietud que se ha apoderado del círculo de los economistas liberales (incluidos los “neoclásicos”, como Philippe Chalmin), muy influyentes en las esferas dirigentes nacionales e internacionales y que, como el doctor Frankenstein, descubre con horror el monstruo que ellos han contribuido a crear. ¿Hay necesidad de recordar que la “civilización” de la que habla Philippe Chalmin no ha caído del cielo, y que es el resultado de un sistema económico establecido por unos cuantos poderosos que están explotando al mundo con el único objetivo de satisfacer su sed de beneficios? Y es que, como repite una cantidad cada vez mayor de expertos, la crisis alimentaria no es una fatalidad, sino la expresión de disfunciones fundamentales que actualmente están gangrenando la gobernanza del planeta. Por consiguiente, quien dice “disfunciones”, dice “soluciones”, pero a condición de que los políticos acepten ponerse manos a la obra. Esto es lo que, en esencia, me explicó Éric Holt-Giménez, director del Instituto de Políticas Alimentarias y del Desarrollo, un organismo de investigación establecido en Oakland (California), más conocido con el nombre de “Food First“. Doctor en ciencias medioambientales, este estadounidense muy comprometido vivió una veintena de años en América Central, donde participó en la creación del movimiento Campesino a Campesino (véase supra, capítulo 9). Cuando lo conocí el 18 de octubre de 2011, acababa de publicar un libro colectivo sobre las “estrategias para transformar el sistema alimentario” en el que colaboraron Olivier de Schutter y Hans Herren, que había dirigido la publicación del informe de la IAASTD.
—¿Cómo explica usted la crisis alimentaria de 2007-2008? —le pregunté.
—De entrada hay que entender bien que la crisis alimentaria no tenía nada que ver con una escasez de alimentos —me respondió Éric Holt-Giménez—. En 2008 y después de nuevo en 2010-2011, la crisis alimentaria mundial se debió exclusivamente a una inflación del precio de los alimentos. En aquel momento teníamos una vez y media el alimento necesario para cada hombre, mujer y niño del planeta, peroel precio de los alimentos era tan alto que las poblaciones de los países pobres carecían de los medios para comprarlos. La causa principal de la crisis alimentaria es que vivimos bajo el yugo de lo que denomino el “orden alimentario de las multinacionales” [food corporate regime]. Estas empresas, como Monsanto, Syngenta, ADM o Cargill, nos imponen un sistema alimentario globalizado que es extremadamente vulnerable a los choques medioambientales y económicos. Si se mantiene este sistema es porque procura enormes beneficios: si caen los precios, ellas ganan dinero; si los precios suben, también ganan dinero. Históricamente hemos tenido tres órdenes alimentarios. El primero era el orden colonial, que explotaba los alimentos y los recursos baratos del Sur para financiar la industrialización del Norte. A continuación, tras la Segunda Guerra Mundial, el flujo se invirtió y los excedentes de alimentos y de granos del Norte se vertieron en el Sur, con lo que estos países se volvieron dependientes para la mayor parte de su alimentación. Ahora estamos en la era del orden alimentario de las multinacionales, que a partir de ahora controlan toda la cadena alimentaria.
—¿Cómo se puede transformar este orden alimentario?
—Sabemos exactamente lo que hay que hacer para cambiar este mortífero sistema. Hay que tomar tanto medidas políticas como medidas prácticas. En el lado político, hay que frenar el monopolio de las grandes multinacionales que controlan actualmente el orden alimentario, ya que es la única manera de detener la volatilidad del precio de los alimentos. Para ello hay que impedir que Wall Street y las bolsas financieras especulen con nuestros alimentos, hay que constituir reservas de granos que estén bajo el control de la comunidad internacional, hay que autorizar a los países a proteger a sus campesinos sacando a la agricultura del campo de acción de la OMC, la Organización Mundial del Comercio. Y hay que suprimir las subvenciones agrícolas tal como se practican en el marco de la Farm Bill en Estados Unidos o de la Política Agrícola Común en Europa, porque distorsionan completamente la producción alimentaria mundial. Pero por el momento no se ha establecido ninguna de estas medidas, que caen por su propio peso si verdaderamente se quiere acabar con el hambre, porque desgraciadamente los gobiernos, sobre todo los del Norte, también tienen interés en que se mantenga este orden alimentario de las multinacionales. En el lado práctico, hay que romper con el modelo de producción alimentaria que nos ha dado el orden alimentario de las multinacionales y que es extremadamente dependiente de las energías fósiles, ya que no debemos olvidar que las empresas que venden los pesticidas y los abonos químicos son también las que controlan el comercio mundial de alimentos. Hay que promover la agroecología para que los campesinos y las comunidades rurales puedan controlar su producción alimentaria y escapar de las garras de Monsanto, Cargill y compañía. En otras palabras, necesitamos unas leyes y marcos reglamentarios que promuevan la soberanía alimentaria basada en una democratización de toda la cadena, lo cual va completamente en contra de las políticas impuestas desde hace décadas por el FMI (Fondo Monetario Internacional) y el Banco Mundial.
Los dictados del FMI y del Banco Mundial
Las “políticas” de las que habla Éric Holt-Giménez tienen un nombre: “programa de ajuste estructural“. Hoy en día resulta difícil entrevistar a un “experto” que haya promovido lo que la sensatez popular llama las “curas de austeridad”. Es un momento de perfil bajo para los “ajustadores” del FMI y del Banco Mundial. Desde las revueltas del hambre y la crisis alimentaria galopante ya no se encuentra a nadie para justificar unas políticas que han sumido en la miseria y empujado a millones de pequeños campesinos a los barrios de chabolas de las ciudades. Por mi parte, traté de entrevistarme con Jeffrey Sachs, el economista estadounidense que tuvo el privilegio de figurar dos veces (en 2004 y 2005) en la clasificación de las personalidades más influyentes del mundo publicada por Time Magazine, ¡pero nunca fijó una hora para la cita que teníamos en Nueva York el 26 de octubre de 2011! Como este economista había llevado a cabo unas “terapias de choque” (término que aborrece) en varios países de América Latina y Europa del este, y había oficiado como consultor ante varios gobiernos africanos, yo esperaba que me hiciera un balance de las políticas de ajuste estructural llevadas a cabo por el Banco Mundial y el FMI, dos instituciones que conoce bien, y de sus consecuencias sobre la agricultura y la producción alimentaria.
Como no me puedo referir a sus expertas opiniones, volveré a citar a Olivier de Schutter, el cual tiene una visión muy severa de los famosos “programas de ajuste estructural” que considera que han llevado directamente a las crisis alimentarias de 2008 y 2011: “El proceso del hambre empezó por la destrucción de la pequeña agricultura familiar —explicó en una lección inaugural pronunciada en la Escuela Superior de Agricultura de Angers—. A medida que se han ido reforzando las exigencias de competitividad impuestas a la agricultura y que se ha ido reduciendo el apoyo a los agricultores, la agricultura se ha ido volviendo inviable, salvo para los grandes productores. Desde la década de 1970 las elecciones que se ha hecho han provocado la muerte de la pequeña agricultura familiar en los países en vías de desarrollo”. En efecto, conviene recordar que “en el momento de los procesos de independencia África era autosuficiente e incluso exportadora neta de bienes alimentarios (cerca de 1,3 millones de toneladas al año entre 1966 y 1970)”, como pone de relieve el sociólogo e historiador belga Laurent Delcourt, que añade: “¡Ahora importa cerca del 25 % de sus alimentos!”.
Este proceso de dependencia cada vez mayor se desarrolló en dos etapas. La primera cubre las décadas de 1960 y 1970, en las que poco después de los procesos de independencia los países africanos llevaron a cabo unas políticas voluntaristas de desarrollo agrícola con dos objetivos: garantizar que se abastecía a las ciudades de alimentos baratos (proponiendo unos servicios de divulgación agrícola y comprando la producción de los pequeños campesinos a precios garantizados por el gobierno), y promover la agroexportación para procurarse las divisas necesarias para la compra de bienes manufacturados en el mercado internacional, entre ellos los equipamientos agrícolas. Así es como en el África subsahariana los países se especializaron en la producción de materias primas (los famosos “cultivos de renta”), como el café, el algodón o el cacao, que se inscribían en una división internacional del trabajo heredada de la época colonial. Es lo que yo llamaría el “orden alimentario neocolonial“, según la clasificación de Éric Holt-Giménez.
Después vino el segundo período, de 1980 a 2000, en el que los países africanos se vieron estrangulados por una deuda colosal debida al deterioro de los términos del intercambio, ya que el precio de las materias primas no dejaba de bajar mientras que el de los productos manufacturados no dejaba de aumentar. Para ser más precisa, yo añadiría que las deudas también aumentaron debido a unas practicas de corrupción y de depredación de los potentados africanos, ampliamente apoyados por sus colegas de las antiguas potencias coloniales, a la cabeza de las cuales se encuentra Francia. Pero lo cierto es que los gobernantes africanos pasaron a estar bajo el yugo del FMI y el Banco Mundial en un momento en el que la “desregulación” promovida por Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido se convertía en la nueva doxa económica. “Periódicamente el FMI concede a los países endeudados una moratoria temporal o una refinanciación de su deuda a condición de que se sometan al llamado plan de ajuste estructural —comenta Jean Ziegler, que fue un observador privilegiado de las prácticas de esta institución de la ONU—. Todos estos planes comportan la reducción de los gastos de sanidad y de escolaridad en los presupuestos de los países implicados, y la supresión de las subvenciones de los alimentos básicos y de la ayuda a las familias necesitadas. [...] Ahí donde hace estragos el FMI se encogen los campos de mandioca, de arroz y de mijo. La agricultura de subsistencia muere.”
Laurent Delcourt lo confirma: “Para maximizar sus ventajas comparativas y acumular divisas se invita a los fuertemente endeudados países del Sur a centrarse en unos cultivos con mayor valor añadido en los mercados internacionales. ¡Así se verá a Kenia o Perú lanzarse a la floricultura, los cultivos de soja sustituyen en Brasil a las tierras de pasto o a los suelos tradicionalmente dedicados a una agricultura más diversificada, [...] o incluso alzarse naranjos en lugares dedicados a la producción de alubias (alimento base de la población) en Haití, país que actualmente importa cerca del 60 % de sus alimentos!”.
Haití, precisamente. Jean Ziegler informa en su libro Destrucción masiva, geopolítica del hambre que a principios de la década de 1980 la isla era autosuficiente en arroz porque la producción nacional estaba protegida por una tasa a la importación del 30%. El país sufrió dos planes de ajuste estructural y bajo las presiones del FMI la tarifa aduanera se redujo a un 3 %. Resultado: “El arroz estadounidense, fuertemente subvencionado por Washington, invadió las ciudades y pueblos haitianos“. “Entre 1985 y 2004 las importaciones de arroz pasaron de 15.000 a 350.000 toneladas mientras que la producción local se hundía y pasaba del 124.000 toneladas a 73.000. Hoy el gobierno de Haití gasta un 80% de sus ingresos en comprar comida, mientras que los pequeños arroceros han emigrado masivamente a los barrios de chabolas de Port-au-Prince. En abril de 2008 encabezaron las revueltas del hambre que ocasionaron varios muertos, cientos de heridos y provocaron la caída del gobierno. Lo mismo ocurrió enZambia o incluso en Ghana, donde en 2003 el Parlamento decidió volver a introducir una tarifa aduanera del 25% para el arroz importado. El FMI reaccionó con vigor. Obligó al gobierno a anular la ley.” El diario