La minería está exacerbando los conflictos sociales y la violencia en Colombia.
Precisamente, por estos días, al tiempo que se anuncian medidas para combatir la minería ilegal, que, sin duda, es una de las causas fundamentales de estos fenómenos de violencia y conflicto renovados, se vuelve a afirmar que el fomento de la minería legal, en particular la de las multinacionales, es la estrategia para evitarlos. Pero es una afirmación que está lejos de la realidad.
En efecto, las grandes mineras, en aras de ganarse la voluntad de las comunidades a favor de sus proyectos, llevan a cabo prácticas de intervención social que están propiciando su división y sembrando el germen de conflictos más profundos, que podrían terminar en actos de violencia.
Este es el caso del Cerrejón, empresa que ha firmado 66 actas de preacuerdos de consulta previa con comunidades wayús sobre el proyecto de desviación del río Ranchería. Así, por ejemplo, los miembros de la comunidad de la Enramada Mouwasira que den su aval al proyecto recibirían unas dádivas, según reza el acta correspondiente: un microacueducto, cien chivos, diez de ellos machos; nueve novillas y un toro... Y la lista de regalos continúa -es extensa y precisa-, como ocurre con las otras 66 rancherías. Pero no todos están de acuerdo, y, como afirmó Vicenta Siosi, escritora wayú, en hermosa carta dirigida al presidente Santos: "Nuestro transcurrir en la península Guajira gira alrededor del río; él es la gracia y la vida aquí".
Estos preacuerdos del Cerrejón son una deformación de la consulta previa, que tiene como fin establecer si los pueblos indígenas avalan, o no, un determinado proyecto, en consideración a sus impactos sobre sus derechos territoriales y culturales. Y son muchas las empresas mineras y petroleras que utilizan prácticas arcaicas, como esta, para vencer la voluntad de la ciudadanía, las cuales suelen producir desde desavenencias menores hasta conflictos de mayor calado entre las comunidades.
Pero estas últimas podrían ser un asunto menor, si se comparan con las indecibles violencias que han sido generadas por la minería legal e ilegal, en diferentes regiones del país, exceptuando a la Guajira. Y por ello no resulta extraño que los conflictos sociales, la violencia y la violación de los derechos humanos estén aumentando en la medida en que la locomotora minera aprieta su paso, como lo evidencia el Cinep, en investigación publicada el mes pasado, o que el número de homicidios en los municipios de Antioquia, los principales productores de oro del país, sea significativamente mayor que la media nacional, como lo señala Guillermo Rudas, en reciente estudio.
Asimismo, las dos series de especiales sobre la minería de Mauricio Gómez para CM& y las crónicas de Alfredo Molano en El Espectador registran el drama social y ambiental que se está viviendo en diversos lugares del país, que para muchos altos funcionarios parecerían estar bastante más lejos que Washington, así se trate del centro del Cesar o de Tunjuelito.
Es evidente que tanto las guerrillas como las 'bacrim' -o la versión reencauchada de los paramilitares, en crecimiento y con fuertes nexos con la política regional y local- han encontrado en las rentas de la minería legal e ilegal (ya sea mediante la explotación directa o la extorsión) una nueva fuente de financiación y de enriquecimiento. Y son rentas que capturan a través de la violencia y de la coacción, medios que han utilizado con probada eficacia, durante décadas, en el robo de tierras, en la defensa del negocio del narcotráfico, en la extorsión del empresariado y, más recientemente, en el 'ordeño' de contratos con el Estado.
No obstante, la dirigencia nacional ha optado por acelerar la locomotora minera desconociendo una historia de violencia y conflicto rural continua de siete décadas, que la minería está, ahora, atizando y actualizando.
Manuel Rodríguez Becerra
@manuel_rodb
Manuel Rodríguez Becerra
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