Uno de las creencias más extendidas en
torno a la democracia, incluso entre personas con un conocimiento
mediano o mínimo sobre el asunto, es que este sistema político funciona
mucho mejor si quienes lo integran son personas interesadas en su
entorno social y conocedoras de ciertos temas claves de su vida política
inmediata.
Sin embargo, una investigación realizada
por un investigador de Princeton podría echar por tierra esta idea.
Iain Couzin asegura, por el contrario, que sin grandes multitudes de
personas francamente ignorantes, la democracia simplemente colapsa.
Couzin es investigador posdoctoral en la
Universidad de Princeton, adscrito al Departamento de Ecología y
Biología Evolucionaria de dicha institución y sus intereses académicos
se centran en los patrones biológicos de gran escala que resultan de las
acciones e interacciones de los componente individuales de un sistema.
Couzin estudia los patrones de auto-organización de sistemas biológicos
de amplio alcance como ejércitos de hormigas, cardúmenes, parvadas,
nubes de langostas y muchedumbres humanas.
En el caso del estudio en cuestión,
Couzin y su equipo llegaron a la conclusión de que la democracia, desde
su punto de vista, sigue este mecanismo: al interior de una sociedad
debe existir un número limitado pero suficiente de personas que sepan
todo sobre ciertos temas y que, en consecuencia, actúen como líderes
para el resto, mayoría esta que se desintegra cuando surgen numerosos
puntos de vista que tiran hacia diferentes direcciones. De ahí que
Couzin hable de una especie de “punto medio de la ignorancia”, un sector
imprescindible de personas que impidan el derrumbe del sistema en una
anarquía caótica de minorías o en la imposición de una de estas para
todas las demás. La inclinación por lo popular —fundamentalmente nacida
de la ignorancia o el desinterés— es así la base de una sana democracia.
Lo curioso es que estos resultados los
obtuvo Couzin estudiando el comportamiento de los peces, específicamente
el de las carpillas doradas (Notemigonus crysoleucas) que
tienen un gusto natural por el color amarillo. Los investigadores
tomaron un buen bonche de estos animales y los entrenaron para que la
mayoría de ellos se volviera contra su instinto y nadara hacia un blanco
azul, mientras que el resto conservó su preferencia por el amarillo
(con un blanco de dicho color que podían seguir).
Cuando los científicos juntaron estos
dos grupos, el menos numeroso de peces pro-amarillo fue capaz de dominar
a los pro-azules, haciéndolos nadar hacia el blanco amarillo durante un
80% del tiempo que duró la prueba (esto, al parecer, porque el instinto
natural los hizo mucho más fuertes para influir en sus compañeros). Sin
embargo, cuando se agregaba un pez que no había recibido
condicionamiento previo, entonces la preminencia de los pro-amarillo
decaía y, al principio, los mayoría pro-azul tomaba el control de la
población. Couzin explica: Agregar esos
individuos cambió dramáticamente la toma de decisiones del grupo. Estos
inhibieron a la minoría y apoyaron el comportamiento de la mayoría, lo
cual permitió a su vez que la mayoría ganara presencia y que su
perspectiva dominara. Pensamos, “Bueno, esto es interesante”, porque
normalmente no piensas que agregar individuos desinformados a los
procesos de toma de decisión tenga ese tipo de efecto democratizante.
Pero este fenómeno parece tener un
límite: según Couzin si tienes 20 individuos desinformados y solamente
uno o dos con opiniones contundentes, entonces hay mucho “ruido” y todo
el proceso se paraliza.
Y si bien durante buena parte del siglo
XX trasladar observaciones de la naturaleza al plano social —algo más o
menos común un siglo antes— fue algo que desestimaron los científicos
sociales de la época, quizá las conclusiones de Couzin podrían
retomarse, aun con reservas, para preguntarnos por los fundamentos
reales de la democracia más allá de los ideales teóricos que tantos
repiten.